Por Damián Jorge Rodriguez
Vamos ya más de un año ensayando la educación con formatos que ha involucrado virtualidad y presencialidad. Es un tiempo considerable para poder reflexionar al respecto y hacerse preguntas frente a las posibilidades que se han abierto.
Como sucede con cualquier fenómeno de alcance masivo –y que acapara la opinión pública, el mundo mediático y la vida cotidiana–, las valoraciones, dicotomías, grietas y comparaciones rápidas están al orden del día. Al irrumpir la pandemia y en paralelo el fin de la presencialidad escolar, la noción de continuidad pedagógica se instaló como idea cuyo sentido parecía estar marcado por no perder contenidos y que los niños no dejen de aprender aquello que la currícula escolar planteaba. Frente a un horizonte de muerte e incertidumbre que se vivía, la misma escuela debía continuar. Ese fue un momento que mezcló paralización a la vez que afloramiento de viejas y vigentes discusiones respecto al cómo, el qué y para qué de la educación.
No faltó sufrimiento pero también un fuerte espíritu de solidaridad y de compromiso de la comunidad educativa: docentes cuya conexión y horas de trabajo superaban ampliamente las que les correspondían; padres y madres que debían incorporar a su rol una función de acompañamiento y asistencia docente a sus hijos en un hogar transformado con frecuencia en un extraño ámbito áulico y en muchos casos junto al ahora ámbito laboral de los adultos. Y alumnos que ya no veían a sus compañeros y maestras, y que empezarían a extrañar ir a la escuela pero que sin embargo sacaban predisposición para realizar tareas que no se caracterizaban por su carácter de disfrute.
Casi todos hacíamos más, casi todos incluíamos un nuevo componente de malestar, y el resultado parecía darnos balance negativo en comparación al pasado reciente. Pero esa mezcla de solidaridad y cercano horizonte de retorno a la normalidad nos ofrecía quizás un impulso para sostener todo ello. Esto fue algo común a todos aunque no borró las desigualdades de siempre, que incluso quedaron resaltadas y no por culpa de la escuela.
Desigualdad
Desigualdad entre los alumnos y sus familias; entre quienes no tenían conectividad, ni saldo para datos, ni suficientes dispositivos tecnológicos. Quienes debían trabajar más que otros con menos jerarquías y asignaciones horarias, los que con precariedad laboral ahora veían en mayor riesgo sus trabajos, los que se quedaban sin trabajo y debían lidiar con ello además de agregar la función docente hacia sus hijos, y los alumnos que en general perdían una vida social y un espacio primordial para ello: la escuela.
Pasado más de un año, la discusión pedagógica parece que fue desplazada por la sanitaria protocolar. Las diferencias vuelven a asomar: niños que cursan casi todos los días presencialmente, otros que asisten una de cada tres semanas; otros –o los mismos– que no tienen recursos adecuados para afrontar de la misma manera los formatos virtuales y no presenciales, y un largo etcétera que afecta a todos los actores de la comunidad educativa.
La cuestionada, agotadora y por momentos alienante virtualidad junto a la no-presencialidad, permitió sin embargo mantener la escuela lo cual sería difícil de pensar tan solo un par de décadas atrás si al COVID se le hubiese dado por adelantarse. Esa misma virtualidad que previo a la pandemia era vanagloriada como el futuro próspero en educación por algunas y algunos supuestos gurúes educativos.
Dicotomía falsa
Ni muy muy ni tan tan. La realidad actual puso las cosas un poco en su lugar. Hoy desde los medios y los sectores políticos se configura una discusión sobre “presencialidad si o presencialidad no” de la mano de argumentos cruzados que mal o bien se intentan asentar en discursos de lo más diversos, y no solo educativos –y que van desde los derechos humanos y de las niñeces, los riesgos sanitarios, la salud mental, las necesidades macro y micro económicas. etc.-.
Esta dicotomía, falsa y distorsionada debería enunciarse distinto. La misma, aunque nadie lo asuma ni se lo proponga, vela y oculta sentidos. Nadie acuerda con una virtualidad y/o no presencialidad absoluta. En todo caso un mix donde discutamos cuánto de estas acompañan a cuánta presencialidad.
Y así llegamos a un punto que nos interesa a psicólogos y educadores y que es un aspecto que también ha quedado relegado y no ha ganado aun prensa ni atención social y política: qué tipo de presencialidad –y de virtualidad y de no-presencialidad– educativa queremos y podemos; y sobre todo en función de qué tipo de educación, con qué objetivos y fines.
Cómo entendemos al niño, niña y adolescente –o mejor dicho a las diversas y heterogéneas niñeces y adolescencias— que buscamos educar; y qué deseamos para ellos. Son estos, aspectos que siempre de una u otra forma están en juego. Y junto a ello e interrelacionado: qué necesitamos en el mundo de los adultos que la educación haga con nuestros hijos en el presente.
Querer volver a la normalidad educativa prepandémica, por ejemplo, es olvidar que la misma era por momentos nociva para muchos niños y adolescentes aunque nos resulte práctico y organizado a muchos adultos, y aunque a la larga la mayoría de nuestros niños se adapten a ello como se adaptan a esto. Y decir esto lejos está de un discurso antisistema o antieducativo.
Inclusión social
La educación sigue siendo una llave a la inclusión social, más allá de que en su interior los sistemas educativos reproduzcan las desigualdades sociales. Y la virtualidad, junto a la presencialidad, también puede abrir y cerrar un poco más la puerta de la inclusión, siempre y cuando sea pensada y repensada detenidamente y acompañada de insumos y recursos económicos y sobre todo: ideas y decisiones claras que nos pueden incomodar a todos, aunque a la postre nos beneficie.
Por ejemplo, reducir la cantidad de horas en la presencialidad escolar abre la puerta a disponer de más tiempo con la familia u otros espacios exogámicos. En otras palabras, más escolaridad o extensas jornadas escolares deben interrogarnos, no solo por el agobio o estrés que ocasiona en muchos niños sino también por la contraparte: la función de “tapón” que las mismas cumplen, allí donde sin esas horas de escuela presencial se evidenciarían carencias socioafectivas, soledad y/o contextos de vulnerabilidad en muchos niños de todos los sectores sociales.
Cierto es que frente a esto último, es una excelente alternativa disponer de mayor cantidad de horas en la escuela. Pero mucho mejor aún es que ese exceso sea del orden lúdico y centrado en los intereses de los niños más que en el rendimiento de aprender más contenidos y resolver productivamente más actividades.
Esto implica varias cosas. Mencionaremos dos: la primera, una concepción de la educación que si bien es contemplada en las fundamentaciones curriculares sigue quedando desdibujada en la escuela real que solemos hacer y vivir entre todos, y no solo alumnos y docentes sino también las familias. La segunda, el movimiento que genera en el sistema social en dimensiones económicas como culturales, ni más ni menos. No solo más insumos y recursos implican más presupuesto y por ende una repartición diferente. Bien puede una reestructuración de la educación, como la que se impuso en este año y tiempo de pandemia, modificar la vida cotidiana de los adultos. Promover una de forma programática e intencionada, también puede impactar en la cotidianidad.
Como se ha dicho en reiteradas ocasiones, la pandemia es una buena oportunidad para repensar la educación. Aquella modificó condiciones materiales de vida, pero no alcanza si no nos arriesgamos a modificar nuestra dimensión subjetiva donde yacen nuestras habituales formas de hacer y pensar la escuela.
(*): Licenciado En Psicología. Docente Adjunto en Asignatura Psicología Comunitaria de la Licenciatura en Psicología Universidad Atlántida Argentina. Docente y Extensionista en ‘Psicología Educacional’ en la Licenciatura en Psicología-UNMdP.